LECTURAS | “Temporada de huracanes”, de Fernanda Melchor

06/05/2017 - 12:03 am

Fernanda Melchor no sólo escribe con la potencia rabiosa que le reclaman los temas que ha decidido investigar, sino que en cada página muestra un oído y una agudeza pocas veces vista en nuestra literatura. (Yuri Herrera)

Ciudad de México, 6 de mayo (SinEmbargo).- Un grupo de niños encuentra un cadáver flotando en las aguas turbias de un canal de riego cercano a la ranchería de La Matosa. El cuerpo resulta ser de la Bruja, una mujer que heredó dicho oficio de su madre fallecida, y a quienes los pobladores de esa zona rural respetaban y temían.

Tras el macabro hallazgo, las sospechas y habladurías recaerán sobre un grupo de muchachos del pueblo, a quienes días antes una vecina vio mientras huían de casa de la hechicera, cargando lo que parecía ser un cuerpo inerte.

A partir de allí, los personajes involucrados en el crimen nos contarán su historia mientras los lectores nos sumergimos en la vida de este lugar acosado por la miseria y el abandono y donde convergen la violencia del erotismo más oscuro y las sórdidas relaciones de poder. Con un ritmo y un lenguaje magistrales, Fernanda Melchor explora en esta obra las sinrazones que subyacen a los actos más desesperados de barbarie pasional.

Una novela cruda y desgarradora en la que el lector quedará envuelto, atrapado por las palabras y la atmósfera de terrible, aunque gozosa, fatalidad.

Lee un fragmento del nuevo libro de Fernanda Melchor. Foto: Especial

Fragmento del libro Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor, Literatura Random House , publicado con autorización de Random House

La verdad, la verdad, la verdad es que él no vio nada, por su madre que en paz descanse, por lo más sagrado que él no vio nada; ni siquiera supo lo que esos cabrones le hicieron, sin su muleta cómo iba a bajarse de la camioneta y además el chamaco le había dicho que se quedara al pendiente tras el volante, que no apagara el motor ni se moviera, que todo era cosa de minutos para largarse o eso fue lo que entendió Munra y después ya no supo nada, ni se bajó a ver ni mucho menos se volteó para asomarse por la puerta abierta y aunque la verdad sí tuvo ganas de ver no cayó en la tentación de mirar por el espejo retrovisor, le ganó el miedo. Porque de repente el cielo se puso negro, se llenó de nubes que un viento súbito arrimó contra los cerros, azotando las matas del cañaveral contra el suelo y él pensó que ya no tardaba en caer la lluvia y hasta vio clarito cómo de las nubes oscuras surgía de pronto un rayo mudo que caía sobre un árbol que se achicharró en absoluto silencio, un silencio tan espeso que por un momento hasta pensó que se había quedado sordo porque lo único que alcanzaba a oír era una especie de zumbido seco que rebotaba dentro de su cabeza, y los muchachos tuvieron que zarandearlo para que reaccionara y fue entonces que se dio cuenta de que no estaba sordo, de que sí podía escuchar los gritos de aquellos dos cabrones pidiéndole que acelerara, que acelerara, ya, pinche cojo, métele la pata hasta el fondo, esa madre ya está prendida, para largarse de ahí cuanto antes y alcanzar la brecha que llevaba al río, rodear Playa de Vacas y entrar a Villa por los rumbos del cementerio, cruzar el centro por la avenida principal, con su único semáforo y el parque, hasta alcanzar de nuevo la carretera en dirección a La Matosa, todo ese tiempo pensando en lo agradable que sería llegar a su casa y meterse en la cama con una botella de aguardiente y beber hasta perder la conciencia, olvidarlo todo, olvidar incluso que hacía días que Chabela no regresaba, olvidar la manera en que los faros de la camioneta volvían aún más densa la oscuridad que les rodeaba mientras huían a toda velocidad por aquella brecha y las risas de los pinches chamacos que se la pasaron haciendo chistes que él no entendía, y al final, cuando se encontraba ya tendido en su cama, hasta le entraron ganas de meterse una de las pastillas de Luismi porque cada vez que cerraba los ojos y trataba de conciliar el sueño su cuerpo empezaba a temblar y el estómago se le encogía y la cama desaparecía y era como si estuviera colgado encima de un precipicio, a punto de caer al abismo y entonces abría los ojos y se daba la vuelta en la cama y volvía a tratar de dormir y volvía a sentir el vértigo y trataba de marcarle a Chabela pero el teléfono seguía desconectado y así se pasó toda la noche y hasta llegó a pensar que sería mejor salir al patio y cruzarlo para pedirle a Luismi que le regalara una de sus pastillas y ver si así lograba dormir de un solo tirón hasta el mediodía, pero en el fondo sabía que sin su muleta no sería capaz de cruzar la oscuridad del patio para llegar al cuarto del chamaco, así que terminó por resignarse y seguir dando vueltas en la cama hasta que finalmente se sumió en una duermevela intranquila que le duró hasta la hora en que los gallos lejanos comenzaron a cantar y el sol se elevó detrás de la ventana. No quería levantarse pero ya no soportaba más el calor de aquel cuarto ni el hedor de su propio cuerpo ni el vacío en la cama que compartía con Chabela, así que se puso de pie como pudo, agarrándose de los muebles y hasta de las paredes y salió al patio a mear y a lavarse y quién sabe qué horas serían pero el chamaco aún no daba señales de vida y ni las daría aquel día porque desde el patio Munra alcanzó a verlo atravesado sobre el colchón que ocupaba casi todo el piso de su cuartito —su casita, como él la llamaba—, con la bocota abierta y los párpados entrecerrados, casi morados de lo hinchados. Seguramente tardaría otro día en despertarse, a juzgar por la cantidad de pastillas que se había metido la noche anterior y efectivamente el pinche Luismi no revivió sino hasta la noche del domingo, cuando Munra lo vio atravesar el patio a trompicones y agarrar la vereda que llevaba hasta la carretera, donde seguramente trataría de conseguir más dinero y así comprar sus cochinas pastillas. Qué chiste le veía el chamaco a esas porquerías era algo que el Munra nunca pudo entender: cómo era posible que alguien quisiera estar así como idiota todo el santo día, con la lengua pegada al paladar y la mente en blanco como una televisión sin señal; por lo menos con el alcohol las cosas buenas se hacían mejores y las culeras como que se soportaban más fácilmente y con la mariguana pasaba más o menos lo mismo, pensaba el Munra; pero con esas pastillas que el Luismi se chingaba como dulces él nunca sentía nada más que puro sueño, un chingo de ganas de acostarse a dormir y jetearse, y hasta eso, no para soñar con cosas locas y alucinar como decían que pasaba cuando fumabas opio, no, sino para caer rendido en un sueño pesado y culero del que te despertabas con un chingo de sed y la cabeza como bomba y los ojos tan hinchados que no podías ni abrirlos, sin acordarte de cómo habías llegado a tu cama, ni por qué estabas todo mugroso y hasta cagado, o quién te había roto la cara. Pinche Luismi siempre decía que las pastillas lo hacían sentir chido, tranquilo, normal, pues, ni ansioso ni tembloroso ni con ganas de tronarse los dedos o el cuello con ese tic que siempre tuvo desde chamaco, ese con el que se tronaba el cuello echando la cabeza a un lado como de latigazo y que según él solo se le quitaba cuando se metía las pastillas esas, que porque cuando dejaba de tomarlas enseguida le volvían los temblores y los tics, junto con otras sensaciones bien culeras, como esa de que las paredes se movían y amenazaban con caerle encima o la de que los cigarros no le sabían a nada o de que sentía de que el pecho se le cerraba y se quedaba sin aire, en fin, puros pretextos que el chamaco ponía para no dejar de meterse esas chingaderas. Si ni cuando se trajo a la pendeja de Norma a vivir con él a su casita pudo dejarlas por completo, aunque los primeros días él estaba realmente convencido de que ya no iba a volver a meterse nada, pura chela y pura mota había dicho, nada de pastillas, pero la intención no le duró más que tres semanas, hasta que la culera de la Norma lo traicionó y le echó encima a la policía para que lo metieran a la cárcel por algo que el chamaco ni culpa tenía, si su único pecado fue haber tratado de ayudar a esa pinche chamaca mosca muerta que nomás resultó ser puro problema, puro conflicto. A Munra esa escuincla siempre le cayó mal, siempre le pareció una falsa, con su teatrito de niña buena que no rompía un plato y su vocecita de pendeja que tenía a todos envergados, hasta a la Chabela, quién iba a decirlo; ella que presumía de conocerse al dedillo todas las mañas habidas y por haber de las viejas que trabajaban en el Excálibur, ni siquiera ella, se salvó de caer en el engaño de la pinche Norma: si a los dos días de haber llegado a la casa la pinche Chabela ya andaba diciendo que la chamaca aquella era como la hija que siempre había querido tener, que porque era tan buena, tan hacendosa, tan acomedida, tan tan que ya parecía campana, la hija de la chingada y Munra nada más la escuchaba y chasqueaba la lengua, asqueado de tanta melcocha que salía de la boca de su mujer. Le daba coraje verla ahí en la casa, guisando frente a la estufa y lavando los platos o nada más ahí revoloteando detrás de la pinche Chabela, con esa sonrisita hipócrita en los labios y los cachetes de india chapeados y esa expresión de fingida inocencia, diciéndole que sí a todo lo que Chabela decía. Su mujer estaba tan envergada con las atenciones de la chamaca que hasta se le olvidó que ahora eran dos los huevones mantenidos que comían a sus costillas en vez de solo uno y a Munra francamente tanta armonía familiar le parecía muy sospechosa y no podía dejar de preguntarse qué carajos era lo que tramaba la chamaca esa, de dónde chingados había salido y por qué madres estaba ahí con el chamaco; porque eso de que eran el uno para el otro, que se lo creyera su abuela: ¿qué mujer en su sano juicio querría irse a vivir al cuartucho ese al fondo del patio con ese chamaco cara de perro muerto de hambre? Munra estaba seguro de que había algo chueco en todo el asunto, pero al final decidió quedarse callado porque ultimadamente ese pinche Luismi de todos modos haría lo que se le pegara su chingada gana y para qué gastar saliva entonces; si él ya una vez había tratado de advertírselo, la tarde cuando Luismi se le acercó para pedirle el favor de que lo llevara a la farmacia de Villa, a comprar algún medicamento que le aliviara a la Norma un sangrado con muchos dolores que tenía y Munra enseguida pensó que esa pinche chamaca estaba haciendo puro teatro para hacerles gastar dinero y gasolina a lo pendejo y esa vez hasta regañó al chamaco por dejarse embaucar de esa manera tan pendeja. ¿Qué no sabía que todo aquello era normal, que mes con mes las mujeres sangraban de la cola y que no necesitaban medicinas, si acaso de esas toallas que Luismi podría comprarle a doña Concha ahí mismo en La Matosa, sin necesidad de ir a Villa? ¿Tan ignorante era? Pero el chamaco se había puesto a necear de que aquello era diferente, que la Norma estaba sufriendo mucho y que hasta tenía el cuerpo acalenturado, pero al final Munra logró convencerlo de que todo aquello era normal y el chamaco se regresó a su casita y Munra pudo verlos a los dos echados sobre aquel colchón mugroso, el Luismi abrazándola como si estuviera moribunda, pinche vieja payasa, pensó el Munra, aunque al final, quién iba a decirlo, resultó que la cosa sí era seria y hasta se llevó un buen susto esa misma madrugada cuando el chamaco casi le tira a patadas la puerta de la casa para que le abriera porque en los brazos llevaba a la Norma que tenía la piel verde y los labios blancos y los ojos así metidos para adentro como endemoniada y los muslos escurridos en sangre que todavía no se le secaba y que goteaba sobre la tierra y el chamaco parecía loco y hablaba de la mancha que había quedado en el colchón, de la cantidad de sangre que Norma estaba perdiendo, que por favor les hiciera el paro de llevarlos al hospital de Villa en aquel momento y Munra le dijo a Luismi que los llevaría, pero que primero le pusiera algo debajo a Norma, una jerga o una cobija, porque no quería que la sangre manchara los asientos de la camioneta y Luismi lo hizo, pero tan mal que al final la tapicería quedó toda embarrada de porquería y ya nunca tuvo chance Munra de reclamarle al pinche chamaco o de limpiar la cochinada, con todo lo que pasó después de esa noche, después de llevar a Norma al hospital y después de haberse quedado como idiota esperando ahí afuera a que alguien saliera a decirles cómo seguía la chamaca, sentados sobre un arriate hasta las doce del día, cuando a Luismi le ganó la desesperación y entró al hospital a preguntar qué era lo que pasaba, porque nadie les decía nada y como a los quince minutos de haber entrado ya estaba de vuelta el chamaco, con cara de perro apaleado y mentando madres de que una trabajadora social les estaba echando a la policía, pero no quiso contarle nada a Munra en el camino de vuelta a La Matosa, ni siquiera en el interior del Sarajuana adonde Munra lo llevó para invitarle una cerveza que la bruta de la nieta de la Sara les entregó casi al tiempo. No quiero que regreses nunca más, cantaba la radio, prefiero la derrota entre mis manos, en la estación de las canciones rancheras que a Munra tanto le cagaban, si ayer tu nombre tanto pronuncié, ¿por qué mejor no ponían una salsa?, hoy mírame rompiéndome los labios, pero al chamaco, quién iba a decirlo, en serio, los ojos se le fueron poniendo vidriosos y colorados como si estuviera a punto de chillar y Munra hasta pensó que chance la Norma se había muerto o que estaba muy grave y necesitada de una operación complicada y muy costosa, pero tres cervezas después el chamaco seguía sin soltar prenda y no le contó nada ese día, ni siquiera después de que Munra accedió a llevarlo a Villa a recorrer las cantinas buscando al Willy para que le vendiera una tira de esas pinches pastillas culeras que ya llevaba como tres semanas sin tomar y quién sabe cuántas se tomó de jalón que a la hora el pinche Luismi ya estaba tirado en el piso, completamente hasta su madre y Munra tuvo que pedirles de favor a unos chavos que lo ayudaran a subirlo a la camioneta, donde terminó durmiendo aquella noche porque Munra no pudo despertarlo ni mucho menos bajarlo él solo cuando al fin llegaron a La Matosa. Quién sabe qué horas serían cuando Munra despertó a la mañana siguiente, porque la pila de su teléfono se había acabado y el aparato estaba muerto y Chabela aún no volvía de la chamba y eso le inquietó un poco al Munra, porque últimamente sucedía con mayor frecuencia que Chabela se desaparecía dos o tres días seguidos, según que cotorreando con sus clientes, pero la cabrona ni le avisaba. Trató de conectar el teléfono para marcarle a su mujer de inmediato y reclamarle el abandono en el que lo tenía, pero una ola de náusea estuvo a punto de hacerlo rodar de cabeza al suelo, cuando se agachó para buscar el cargador del teléfono junto a la cama, por lo que decidió recostarse un rato más, con el perfume de su mujer impregnado en las sábanas como si la muy cabrona hubiera entrado a hurtadillas de madrugada a rociarlo con su perfume antes de marcharse a la calle a seguir cotorreando o como si hubiera vuelto mientras él dormitaba y estuviera ahí contemplándolo desde el umbral de la recámara, una sombra sumida en ese silencio rabioso que a Munra le asustaba más que los gritos y por eso había empezado a explicarle lo que había sucedido la noche anterior: mi vida, el pinche chamaco tuvo que cargar a la Norma que se desangraba; parecía muerta, la cabrona, y en el hospital por poco y nos echan a la policía, pinches putos culeros, pero de pronto se dio cuenta de que estaba hablando solo, que no había nadie en el cuarto, que la sombra que confundió con Chabela se había evaporado y después de conectar su teléfono al cargador y de esperar a que el aparato se encendiera, descubrió que Chabela no le había mandado ni un solo mensaje de texto, nada, ninguna explicación, ni siquiera una mentada de madre, la muy culera. Marcó su número; cinco veces seguidas presionó el botón para repetir la llamada y cinco veces el teléfono lo mandó al buzón. Se puso una camisa y un pantalón que encontró tirados en el suelo, buscó su muleta, que quién sabe cómo terminó metida debajo de la cama y salió para comprobar que el chamaco siguiera vivo y que no le hubiera guacareado la camioneta, y sí, ahí seguía, enconchado sobre el asiento del copiloto, con la bocota abierta y los ojos entrecerrados y los cabellos aplastados contra el vidrio. Loco, le dijo, golpeando la ventanilla con la palma de la mano para hacerlo reaccionar, antes de abrir la puerta. Aquello estaba que ardía. ¿Cómo podía aquel cabrón aguantar el calor que se sentía ahí dentro, el sudor que le empapaba las ropas y le escurría en hilos por la frente? Loco, vamos a curarnos la cruda, dijo Munra, encendiendo el motor y el chamaco asintió, sin siquiera mirarlo. Munra ni le preguntó si llevaba dinero; sabía que no, pero realmente necesitaba un caldo y una cerveza para reponerse de aquella jaqueca palpitante que comenzaba a martillearle el cerebro y además quería que el chamaco le contara bien el chisme de lo que había sucedido con Norma, aunque no tardó en arrepentirse de haberlo invitado porque el pinche chamaco empezó a pedir cervezas como si estuvieran en el Sarajuana, donde la caguama costaba treinta varos, mientras que ahí en el puesto de tacos de Lupe la Carera cada media salía en veinticinco, pero valía la pena porque todo el mundo sabía que la Lupe la Carera preparaba el mejor consomé de borrego hecho con carne de perro, aunque en la opinión de Munra daba igual que aquellas hebras de carne jugosa que masticaba pacientemente con los dientes que le quedaban fueran de borrego, de perro o de humano, el chiste estaba en la salsa que Lupe la Carera preparaba con sus manitas santas y que le quedaba tan sabrosa y estaba llena de propiedades curativas que pronto le hicieron sentirse de nuevo como ser humano y hasta le entró la esperanza de que Chabela seguramente regresaría a casa en cualquier momento; a lo mejor nomás estaba cotorreando por ahí con unos clientes y no había por qué hacer panchos, ni andar pensando que la cabrona al fin se había decidido a abandonarlo, ¿verdad? Y hasta como que le entraron ganas de irse a Villa y darse una vuelta por la Concha Dorada a saludar a la banda y aprovechar el día. El pinche chamaco en cambio se veía bien pinche deprimido, ahí sentado con la cabeza inclinada y los brazos caídos a los lados, el tazón del caldo sin tocar siquiera, la cuchara intacta sobre la mesa de madera salpicada de trocitos de cebolla y de cilantro, y loco, empezó a decir el Munra, sintiendo ya en el fondo de las tripas el coraje que a veces le daba de ver al chamaco todo pendejo, todo idiota, y ya ni siquiera por el gusto de ponerse hasta su madre con la banda en el parque o en las cantinas sino nomás para no tener que hablar con nadie, para no tener que escuchar a nadie, encerrarse dentro de sí mismo y desconectarse del mundo, y Munra a veces tenía ganas de cachetearlo para hacerlo reaccionar pero sabía que no serviría de nada, que el pinche chamaco ya estaba bastante grande para saber lo que hacía, los pedos en los que se metía, como ese asunto de la Norma. Loco, le dijo, ¿qué pasó con tu vieja? El pinche Luismi hundió más los hombros y apoyó los codos en la mesa y comenzó a mesarse el greñero aquel que llevaba, y el Munra insistió: ya, coño, qué pedo, qué pasó, y el chamaco, dramático como su chingada madre, igualitos los dos, suspiró hondamente y sacudió la cabeza y luego vació la botella de cerveza de un trago y le hizo un gesto a Lupe la Carera de que le sirviera la tercera —hijo de su puta madre, ahí costaban veinticinco varos las medias—, y esperó a que le destaparan la botella para empezar a contarle a Munra lo que sucedió cuando entró a la sala de urgencias a preguntar por Norma y las enfermeras se hacían todas bien pendejas y terminaron por llevarlo a una oficina atestada de papeles en donde una señora de pelos pintados de rubio se presentó como la trabajadora social del hospital y le pidió los papeles de Norma, su acta de nacimiento y el acta de matrimonio que comprobaba que él y Norma estaban legalmente casados, y él no tenía nada de eso, por supuesto, y entonces la vieja esa dijo que la policía ya estaba en camino para detenerlo, por violación de menores, según esto, porque quién sabe cómo se enteraron en el hospital de que Norma era menor de edad, que solo tenía trece años y… A Munra se le fue chueco el buche de cerveza que acababa de tragar y comenzó a toser, impactado por lo que el chamaco le estaba diciendo, porque la pura verdad es que él no tenía idea de que la Norma fuera tan chica, una niña casi, carajo, ni se le notaba, chale, por lo gorda y lo caballona, tal vez. Vas y chingas a tu madre, loco, alcanzó a graznar cuando por fin se le pasó la tos: eres un pendejo cara de verga, cómo se te ocurre meterte con una chamaca de trece años, de puro milagro no te refundieron en el bote, si bien que sabes que no puedes casarte con una chamaca tan chica, cabrón, y el otro necio con que sí, que sí podía, porque la Norma no era una niña sino una mujer y lo bastante madura como para decidir con quién se juntaba, porque entonces cómo era posible que su abuela a los trece ya estuviera casada con quien fue el papá de su tía la Negra, y Munra, mesándose los bigotes: loco, eso vale verga; eso era antes, ahorita las leyes ya cambiaron, pedazo de bestia, ya no se puede, ahora ni con el permiso de los padres te puedes casar con una chamaca tan chiquita, así que agarra el pedo, esa madre ya se acabó, olvídate de esa vieja, es demasiado problema; seguramente fue ella la que te echó de cabeza con la trabajadora social, para que te chingaran, así son las pinches viejas de cabronas, le dijo. Pero el pinche chamaco ni siquiera lo estaba escuchando, nada más sacudía la cabeza, negándolo todo sin ponerse a pensar de a deveras: no, decía él, no puedo abandonarla, tengo que encontrar la manera de sacarla de ahí, de rescatarla, porque la pobre no tenía a nadie más que a él; no podía defraudarla, y menos ahora que estaban esperando un bebé, y todavía no sabía cómo pero él iba a encontrar la manera de sacarla de aquel hospital para volver a estar juntos, y mientras balbuceaba todas esas pendejadas el Munra lo miraba en silencio y pensaba en los muslos chorreados de sangre de la Norma, y en la manchota que había dejado sobre el asiento de la camionetay dudó seriamente que la escuincla siguiera embarazada, si es que realmente alguna vez lo estuvo, si es que esa timba que se cargaba no era de puras lombrices; pinches viejas, no hay una sola a la que no le encante hacer ese tipo de dramas para amarrar a los hombres y chingárselos, aunque se cuidó de expresar estas sospechas en voz alta, porque a fin de cuentas qué carajos le importaba a él todo aquel borlote: ni la Norma, ni el Luismi ni el dizque hijo de ambos eran su problema; el pinche Luismi ya estaba lo bastante papayón como para que Munra tuviera que andar amamantándolo, cuidándolo, diciéndole lo que debía o no hacer, amén de que en el pasado el pinche chamaco no había hecho más que despreciar los consejos que Munra había tratado de darle desinteresadamente, para acabar haciendo siempre su rechingada voluntad en vez de escuchar las sabias palabras de su padrastro. Igualito a la Chabela. Igualitos los dos de pinches necios. Peor que mulas, carajo, y además soberbios: no podía uno decirles nada, todo siempre era motivo de pleito, uno siempre era el que terminaba cediendo, poniendo su cara de pendejo y hasta pidiendo disculpas por haberlos ofendido. Como aquella vez, un año antes, que Munra consiguió esa chamba de promotor del candidato a la alcaldía de Villagarbosa, en donde el Partido, o sea, el mismo gobierno, le daba a Munra dinero en efectivo por cada persona que él llevara a afiliarse a la campaña, y en donde además había hecho amistad con gentes de la política, gentes importantes que en la calle lo reconocían y lo saludaban de mano y lo llamaban don Isaías, y no Munra como la bola de igualados del pueblo, y hasta medio famoso se volvió un tiempo porque un día el mismísimo licenciado Adolfo Pérez Prieto, entonces candidato a la alcaldía de Villagarbosa, le pidió tomarse una foto con él, con Munra, que ese día iba vestido con su playera con el logo del Partido y su gorra con el nombre de Pérez Prieto, y alguien incluso había sacado de quién sabe dónde una silla de ruedas en donde lo sentaron para que Pérez Prieto saliera empujándolo en la foto, los dos sonriendo, y nunca antes Munra había visto una fotografía tan grande de su cara como la que después pusieron en un anuncio espectacular sobre la carretera, a la entrada de Villa, viniendo de Matacocuite, y que decía algo así como “Pérez Prieto sí cumple”, y de hecho había cumplido porque la silla de ruedas se la regalaron después de tomar la foto aunque a Munra no le gustaban las sillas, sentía que le hacían lucir como un pinche inválido, un ser decrépito que no podía ni moverse cuando en realidad Munra sí podía caminar bastante bien, incluso sin muletas, carajo, ni que le hiciera falta nada, si ahí estaban sus dos piernas enteras, una junto a la otra, la izquierda un poquitito más chueca nomás, ¿verdad? Un poquito más corta que la otra y como que metida para adentro pero bien viva, chingados, bien puesta y pegada a su cuerpo, ¿no? Él realmente no necesitaba ninguna silla de ruedas, ¿verdad? Por eso la había vendido; ya bastante tenía con su muleta y con la camioneta que lo llevaba a todos lados a donde él quería, y total que era una lástima que esa chamba sólo le hubiera durado seis meses, porque se había llevado un buen dinero y nomás por andar ahí en los eventos políticos aplaudiendo todo lo que Pérez Prieto decía, con matraca y porras y chiquitibum a la bimbombá, Pérez Prieto, Pérez Prieto, ra ra ra, y ya, de verdad: nomás por hacer eso los del Partido le daban doscientos varos por día y doscientos varos además por cada persona que él llevara a registrarse, más comestibles a granel que entregaban cada semana, más herramienta para el campo y hasta material de construcción, y eso que Munra en su vida había votado nunca por nadie, tal vez por eso se le hizo fácil tratar de convencer a la Chabela de que ella también entrara de promotora del voto, que ahí en el Excálibur, entre las viejas que regenteaba y los clientes, podía sacar muchas afiliaciones y llevarse una lana extra que a nadie le caía mal, ¿no? Pero Chabela se lo tomó a mal; se lo tomó como si en vez de estarle dando un consejo él le hubiera dicho: Chabela, vas y chingas a tu madre; se indignó tanto con él que se puso a gritarle en plena calle que estaba bien pendejo, bien pinche idiota y operado del cerebro si creía que ella, ELLA, iba a andar de limosnera con la perrada del Partido como tú, pinche Munra, no tienes madre ni dignidad ni tantita vergüenza, pinche perro, lo único que sabes es dar lástima; vas y chingas a tu madre si crees que yo tengo tiempo para andar oliéndole los pedos al pendejo de Pérez Puto, y así, mero afuera de la Concha Dorada, con la gente que pasaba por la calle cagándose de la risa de ellos, de los insultos y las leperadas de Chabela, y el Munra había tenido que tragarse el coraje, porque ya sabía que era inútil, o más bien suicida, tratar de discutir en público con su mujer: algo así como tragarse una granada destapada. Así que no dijo nada pero se prometió a sí mismo que nunca jamás en la vida le volvería a invitar nada a su mujer, que no volvería a comprarle ni madres con ese dinerito que él honradamente se ganó en las campañas; que se chingara, pinche Chabela, por culera y nefasta y soberbia. Pero lo que nunca esperó fue que el pinche Luismi se pusiera también sus moños y saliera con la misma mamada que su madre, porque el cabrón ese, para variar y no perder la costumbre, estaba sin chamba y sin dinero y ni siquiera sabía qué quería hacer con su vida, y la Chabela se la vivía cagoteándolo de que nunca tenía dinero, de que nunca le daba para la casa ni le pagaba renta y que hasta cuándo el cabrón pensaba vivir a costillas de ella, si ya tenía dieciocho años y era como para que fuera él quien estuviera ganando dinero para mantenerla a ella, a su madre que lo parió con tanto dolor y sacrificio, sacarla de trabajar en vez de pasarse los días ahí metido con la Bruja, o en las cantinas de la carretera, o en el parque de Villa con los vagos, gastándose el poquito dinero que le caía en puros pinches vicios. Por eso fue que Munra se animó a invitar al chamaco a la campaña: ándale, mira, le dijo, te conviene, nomás hasta que sean las elecciones; ni siquiera tienes que votar por el cabrón de Pérez Prieto si no quieres, el chiste es ir a los eventos y que te vean con la bola, estar ahí nomás al pendiente de ver qué se ofrece, y el chamaco necio con que no, que no quería, que la pinche política era una mierda y que él no quería andar de gato por tres miserables pesos, que mejor prefería aguantarse a que al fin le cayera la chamba esa de la Compañía que le habían prometido: la dichosa chamba de la Compañía, un pinche sueño guajiro que el chamaco quién sabe de dónde había sacado, de que le iban a dar chamba en los campos petroleros de Palogacho, una chamba de técnico según él, con todas las prestaciones que otorgaba el sindicato de los petroleros y toda la cosa, y por mucho que Munra trató de hacerlo entrar en razón, por mucho que trató de hacerle entender que aquello no pasaría nunca, porque hacía años ya que la Compañía Petrolera no contrataba a nadie que no fuera pariente directo o recomendado de los líderes sindicales, y además ese pinche chamaco no sabía nada de pozos ni de petroquímica, si ni la secundaria había acabado, y para colmo estaba flaco como tlaconete y no pesaba ni la mitad de lo que pesaban los barriles esos que supuestamente tendría que andar acarreando, pero nada, de nada sirvió que Munra tratara de hacerle entender que la promesa de esa chamba era pura cábula, una ilusión que él hacía mal en alimentar, y todo por culpa del tal amigo ingeniero ese que según iba a hacerle el paro de meterlo a la Compañía. Puro pinche chorizo que el chamaco se había tragado entero, vaya; puras chaquetas mentales que al final le costarían muy caras porque por andar ahí clavado esperando a que el ingeniero le cumpliera, el pinche chamaco dejó pasar un montón de buenas oportunidades que le surgieron en esos años, como aquella oferta que un…

Fernanda Melchor, una de nuestras más destacadas narradoras. Foto: Literal Magazine

¿Quién es Fernanda Melchor? (Veracruz, México, 1982) es autora de la novela Falsa liebre (2013) y del libro de crónicas Aquí no es Miami (2013). Es periodista egresada de la Universidad Veracruzana y maestra en Estética y Arte por la Universidad Autónoma de Puebla. Algunos de sus relatos y reportajes literarios han sido publicados en revistas como Replicante, Letras Libres, GQ y Vice, así como en la antología México 20, New Voices, Old Traditions (Pushkin Press, 2015).

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